Mi madre se acostumbró a salir corriendo; de su familia, del amor, de los vínculos, de los hombres. Se acostumbró a correr y al mismo tiempo, también se acostumbró al dolor de aguantar, al dolor de la herida abierta, de la carne que aún esta en proceso de sanar pero sigue recibiendo golpes; se acostumbró al anhelo, al deseo, al amor como idea. Se acostumbró a la lucha en solitario, al trueno en mitad del silencio. Se acostumbró al dolor, a la culpa. Tragó y tragó de la gente rota como hace la tierra con la lluvia y se convirtió en una nube borrosa de inseguridades que a mi, desde bien pequeña, me sirvieron como espejo. Mi madre me vino a recoger a terapia hace un par de semanas. Había estado hablando de ella, de los hombres y de mis inseguridad durante casi toda la hora, y al verla me invadió una ternura infinita; la abracé con todas mis fuerzas y sentí que todos sus miedos, angustias y "errores" se quedaban atrás, que ya no eran míos y que podía quererla incluso más, perdon...