LA NIÑA
La pequeña Sofía acuno su cabeza en el firme hombro de su
padre, que leía las noticias en el periódico que había llegado aquella mañana
de domingo. La pequeña observaba aquellos trozos de papel sin entender lo que
sus palabras guardaban, pero no era aquello lo que realmente le importaba, no
eran las noticias ni las catástrofes que estas guardaban, sino aquel momento, con
su padre; medico reconocido que apenas estaba en casa por dicho reconocimiento.
La madre entró en el salón con un nuevo jarrón de flores, esta
vez tulipanes; tulipanes rojos como la sangre cuando sale del cuerpo, estirados
y elegantes; y los coloco encima de la mesa del comedor, en medio, dándole al
cuarto un toque de color intenso. La niña observó entonces las flores y después
a su madre, de cabellos anaranjados, de piel pecosa y blanca como el papel y de
ojos verdes como la hierba después de haber sido regada. Con solos seis años
Sofía sabía perfectamente que su madre era, sin ninguna duda, la mujer más
bonita del mundo entero, y como no había visto
nunca a nadie con el su mismo color de pelo, no solo era la
más bonita, sino que también era única.
El cielo se nubló de repente tapando por completo el sol y
empezando una tormenta con rayos y truenos. Pero Sofía estaba calmada ya que su
padre, lector innato, permanecía tranquilo ante el ruido. Sí era cierto que a
veces, con el estruendo, se aferraba al brazo de su padre que al momento la
besaba en la cabeza. Los besos en la cabeza con una señal de amor, de cariño,
de ternura, de: “Yo estoy aquí, pequeña, no te va a pasar nada”.
Eran esos momentos familiares cuando Sofía amaba más
plenamente a su madre y a su padre; esos momentos tranquilos, pacíficos; suyos.
Y por desgracia son esos precisos momentos los más fáciles de corromper.
A la una y cuarenta y cinco del medio día una sirena sobrepaso
el ruido de los truenos; una sirena constante, repetitiva, amartillante para
los oídos que hizo que la tranquilidad del padre tornara a una tensión corporal
y que la alegría de la madre se convirtiera en nerviosismo puro. La niña permaneció en el sofá,
mirando por la ventana la lluvia que chocaba contra el cristal mientras su
padre abría las puertas corredizas del jardín y miraba al cielo.
-¿Que hay, cariño? ¿Qué es ese ruido?-pregunto la madre acercandose donde su hija.
Los ojos del padre vieron aviones camuflarse entre las nubes
y luces resplandecer a lo lejos de la ciudad. Escucho a lo lejos gritos, y vio al
aire adoptar ceniza. Cerró las puertas y miró a su mujer, la mujer más bonita
del mundo; y miró a su hija, tan dulce, pequeña y tierna, inocente, lista y
bonita de todas las niñas, y se puso a pensar; pensó rápido que hacer, donde ir, como
escapar de aquello que aún no conocían pero sabían que iba a acabar con ellos.
-Al coche-fue lo único que dijo con firmeza.
La mujer más bonita del mundo cogió a su hija en brazos. Fue lo único que cogió antes de abrir y cerrar la puerta principal e ir hacia
el coche. Sentó y ató a la niña aparentando calma, para no asustarla, y la sonrió
con su mejor sonrisa antes de besarla en la frente. Cerró la puerta y se fue a
sentar al lado de su marido, que seguía pensando.
-La casa de tus padres esta a las afueras-dijo la mujer. -Podriamos
ir allí.
El hombre asintió con una sonrisa; sonrisa de alivió al
saber que su mujer también había estado pensando igual que él como salvarlos a todos.
Y se aferro a esa emoción, a ese sentimiento de profundo amor que sentía por aquellas
dos mujeres, y encendió el coche, y empezó a conducir en dirección a la afueras
de la ciudad, lejos de todo aquel caos que ya empezaba a formarse.
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