ENTRE EXTRAÑOS
Le vi sentado leyendo en medio
del metro y creí estar soñando. Se había cortado el cabello y se había rapado
los laterales, la parte con más pelo estaba despeinada y se la tenía que
apartar de los ojos con frecuencia mientras sus ojos iban de línea en línea,
ignorante de mi presencia. Llevaba una camiseta gris holgada y unos tejanos
oscuros arremangados por los tobillos. Parecía tan tranquilo… tan a gusto con
su lectura, que me intimidó la idea de irle a saludar e interrumpirle. Me sentí
navegando entre la vergüenza y la emoción. Había pasado tanto
tiempo… cinco años, se dicen rápido, pero pasan lento...
Le observé con
la máxima prudencia, escondiéndome disimuladamente entre la gente. Recordé
entonces todo aquello que había estado intentando olvidar durante aquellos
últimos cinco años: su mandíbula tensa y sus ojos verdes perdiéndose en sus
zapatos, incapaces de mirarme; Sus manos recogiendo sus cosas del piso que
habíamos decidido alquilar juntos no hacía más de tres meses, en el cual ya
habíamos colocado aquellas luces que tanto me gustaban encima del sofá y
aquella imitación del cuadro de “El beso” de Gustav Klimt que tanto le gustaba
a él en el cabecero de nuestra cama. Recordé sus ojos llenos de pánico al
verme como un monstruo y su cuerpo saliendo de nuestro hogar dejando las llaves
en el suelo. No volví a saber de él; ni una llamada, ni un mensaje, ni una
visita, nada. No me cogía las llamadas y cuando contactaba con sus amigos estos
me dejaban en silenció, sin ninguna respuesta clara.
Había estado
llorando durante meses aquellos cuatro años de relación que se habían destruido
en menos de cinco minutos. Y aunque nunca me había visto como un monstruo, fui
incapaz de sentirme de otra manera durante los primeros dos años.
Y allí estaba, sentado en el
metro, entre la multitud, leyendo un libro, tocándose el pelo y mirando en el
panel de las paradas cuando le tocaba bajarse. Allí estaba. Noté la presión del
pecho en la garganta y quise bajarme de aquel tren. Quise salir corriendo y
volver a casa de una vez. Pero volví a rotar los ojos hacía donde él estaba,
y de reojo le observé una última vez antes de que las puertas se abrieran y
pudiera salir corriendo. Pero él se levantó y guardó el libro en su mochila,
dispuesto a salir también. Lo único que pude hacer fue mirar hacia abajo y
hacer como si nada, saliendo lo más rápido que pude del vagón. Pero al parecer
me reconoció y su mano tocó mi hombro en medio de las escaleras cerca de las
puertas para salir a la calle.
Cuando me volví y le tuve tan
cerca creí que se me iba a salir el corazón por la boca. Se me cortó la
respiración y fingí cara de sorpresa.
-Hey-me dijo con sorpresa y
asombro.-Cuanto tiempo… ¿Cómo estás?
Encogí los hombros mientras
buscaba la respuesta, perpleja de la naturalidad en su voz, y enseguida quise
convertirlo en pluma, soplar, y mandarle lejos de donde yo estaba, devolverle
al tren, a ese libro, a donde fuera que estuviera viviendo.
-Bien-fue la respuesta más fácil.
Y mi cuerpo, como por inercia, se dio la vuelta y comenzó a caminar.
-Oye, oye-añadió este con una
risa nerviosa poniéndose delante de mí y siguiéndome el paso.-Agatha.
Seguí caminando, incapaz de
detenerme, pasé las puertas y salí a la calle subiendo por las escaleras
mecánicas, con la esperanza de que se cansara de perseguirme y tirara la
toalla. Pero no lo hacía, me iba llamando e intentando cortar el paso para que
le mirara.
-Agatha, para, por favor.
Hablemos. Agatha.
Su voz me seguía produciendo
temblores cuando decía mi nombre, pero mi cuerpo era más fuerte y no me
permitía parar. Tenía que llegar a casa, darme una ducha y cenar algo muy
malo para la salud.
Caminó a mi lado durante todo el trayecto, hablándome y disculpándose. Después de cinco años me pareció surrealista que lo estuviera haciendo en aquellas circunstancias.
Llegamos a mi calle, desierta a
aquellas horas de la noche, con la única luz de unas pobres farolas rozando la
jubilación.
-Perdóname. Me asusté.-añadió
cogiéndome del brazo con la mirada más seria y puesta en la realidad.
Una
mirada que conocía; una mirada que sabe que la ha cagado, pero que es incapaz
de responsabilizarse cuando es el momento de hacerlo.
Mis piernas se pararon de golpe y
todo mi cuerpo se giró para poder mirarle a la cara. Me temblaban las manos y sentía
como ni nariz se enrojecía por el frío, y como mis mejillas se enrojecían por la
ira de tenerle tan cerca y saber que sus disculpas no me llegaban al alma. Pero
entendí que aquello era lo máximo que haría por mí; disculparse y no poder
devolverme aquellos cinco años de soledad en los que me sentí vacía, sola y engañada
por un amor que había creído incondicional. La sangre dejó de hervirme y
quemarme por dentro. Estaba cansada de tanto enfado.
-Te perdono.-dije con firmeza,
calmando la voz que antes se tambaleaba por salir. Sus ojos se abrieron de par
en par y dejó caer el brazo que me tenía cogida.-Ahora vuelve a desaparecer.
Saqué las llaves del bolso y abrí
la puerta del edificio, con unas ganas tremendas de dar un último vistazo a
esos ojos verdes que me habían vuelto –y me volvían- totalmente loca cuando me
miraban fijamente. Pero cerré la puerta sin darme ese placer que me habría
acabado doliendo; ese placer que odiaba y adoraba, si es que era posible. Un
placer del que a las brujas ya nos alertan cuando bajamos al mundo mortal: que
los humanos tienen ojos que te enredan y te hacen contar secretos.
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