NI QUEMADA ESTOY
Ayer cumplí veinte y tres años y pensé en aquello
que de muy pequeña solía decir con mucha tranquilidad: "No llegaré a los
veinte y dos". Mi madre se escandalizaba cada vez que soltaba aquello por
la boca. Supongo que, en la extrema inocencia de una niña de ocho años, los
veinte y dos parecían muy lejanos, de la misma manera que ahora, en mitad de
mis veinte primaveras, veo los ochenta como algo reservado para un momento de
imaginación en la cúspide del aburrimiento durante un viaje en metro; parece un
espejismo y casi imposible.
Ayer me di cuenta, aunque en silencio ya lo sabía,
que cumplir años vale la pena cuando tienes a gente bonita con quien
celebrarlo. Nunca he sido persona de muchos amigos, de hecho, la gente a veces
me resulta ajena y me gustaría desaparecer en alguna esquina. Pero estos
últimos años he tenido la suerte de rodearme de gente igual de extraña que yo,
igual de supernova, igual de explosiva e igual de mar en calma después de una
tormenta. Gente que me hace bien y que me protege.
Ayer, cuando se acercaban las doce de la noche y
mi cumpleaños se disipaba como lo hace el vaho en el frío de la calle, lo seguí
celebrando. Chupitos de tequila, algún beso robado con quien no debía, la
bronca de mi prima (y su cálido abrazo de después); las calles de Barcelona al
día siguiente llenas de una luz tierna que me forzaban a seguir caminando y
alargar la vuelta a casa un poco más, y las tostadas con aguacate que
apaciguaron la resaca.
Veinte y tres vueltas al sol, y ni quemada
estoy.
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