LA SIMPLEZA DE UNA PARED

"Es solo una pared; suelen ser blancas", me dijo divertida mientras se tumbaba en la cama con el móvil pegado a la vista.
Yo mire aquella pared ahora blanca, e intente buscar las lineas de bolígrafo que anteriormente habían dibujado un árbol sin hojas. Era solo una pared; era solo una pared igual que un libro es solo un libro, que un beso es solo un beso, y una película es solo una película. Pero... si era así, ¿Porqué me sabía tan mal que ahora no tuviera color, que no tuviera palabras escritas o dibujos decorando las esquinas? Si era solo una pared, ¿Porqué me molestaba tanto ese blanco pálido y vació que ahora vería todas las mañanas al despertarme?

Yo había tenido aquella pared llena de pensamientos y dibujos desordenados; la había tenido cada día que me sintiera triste, feliz, pensativa, preocupada, melancólica, enamorada... Ella, por otro lado, solo tenía aquel aparato electrónico enganchado a las manos las vente y cuatro horas del día, a la espera de una nueva posibilidad de cotilleo.

Me pregunte por un momento porque yo le daba más importancia a esa pared que no a una nueva foto en cualquier página social. Me pregunte porque le daba más importancia al olor de un libro que al flash de la cámara del móvil, y me pregunte por que le daba más importancia a la mina de un lápiz que a la barra de un pintalabios.

Suelen ser blancas, a dicho. ¿A sí? ¿Suelen ser todos los pájaros negros porque lo son los cuervos? ¿Suelen ser todos los hombres y mujeres de negocios deficientes de don a la pintura solo porqué llevan corbata?
Por un momento, me dio lastima. Me dio lastima no porque creyera que las paredes tenían que ser blancas, sino porque creía que todo debía de ser tal y como le habían dicho que debía de ser. Me dio lastima que no pudiera ver la belleza de una pared llena de colores; y me dio lastima que fuera incapaz de levantar la vista de la pantalla para hablarme.
Me pregunte si ella había tenido la necesidad alguna vez de coger una brocha, un pincel, un bolígrafo o un lápiz y rallar la pared con todas sus fuerzas. Me pregunte cómo, si no le veía la belleza al arte, le vería la belleza a las personas. ¿Cómo sabría distinguir la profundidad de una sonrisa, si nunca había dibujado una en alguna hoja perdida en la clase de lengua? ¿Cómo podría saber que se siente al mancharse las manos con pintura y grabar sus huellas en la pared, o en la ropa?

Me dio lastima, pero al mismo tiempo, la envidie. La envidie porque vivía en un mundo sencillo, en un mundo que no le decía de cambiar, de innovar, o probar nuevos colores cada corto periodo de tiempo. La envidie porque vivía en un mundo muy pequeño, al alcance de sus pulgares. La envidie porque mis pulgares no llegaban a mi propio mundo; y la envidie porque yo me lamentaba por un pared, mientras ella se lamentaba por alguna catástrofe en las noticias.

Volví la vista a mi nostálgica pared; era incapaz de ver las lineas; ya no había rastro de ellas. Ya no había árbol; ya no había citas famosas o fechas importantes de mi vida; todas se habían ido con una nueva capa de pintura.

Mire mi colección de libros en el estante, mis zapatos en el suelo, mi cubo de la ropa sucia, mi escritorio, lleno de papeles. Toque la pared blanca con las manos; estaba seca. Pensé en aquel año, en todo lo quedaba por contar, y en todo lo que ya se había contado. La envidia desapareció; desapareció porque era innecesaria, desapareció porque en mis manos había un lápiz preparado para dibujar el contorno de una nueva historia que contar; la deje de envidiar porque no sería ella quien le ofrecería a una amiga la posibilidad de volver a empezar.

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