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Me viene a la cabeza una y otra vez ese olor a humedad que nos envolvía en aquel colchón que nos obligaba a unir nuestros cuerpos.
A pesar del frío tu eras como un rayo de sol, calido y agradable al que sentía la necesidad de acercarme mientras me temblaban los pies.
Así que me acerque. Me acerque a tu espalda y me acurruque entre los pliegues de tu camiseta.
Me gustaba la idea de provocarte, de hacerte dar la vuelta, unir nuestros rostros, mirarnos fijamente, sin decir nada.
Me excitaba la posibilidad. 
Recuerdo cogerte la mano y acercarmela a los labios. La bese con ternura, y la aleje de mi boca poco a poco, sin subir la vista.
Note tus dedos, calidos y firmes, acercarse a mi barbilla. Me levantaste el rostro, como hacen en las películas, y uniste tus labios con los míos.
No fue el primero, pero fue el mejor beso del mundo.
Estábamos los dos bajo las mantas, acunados por un frío que no parecía calmarse. Pero yo sentía calor. Un calor provocativo, excitante, atractivo, salvaje y descontrolado que impulsaba a mi cuerpo a acercarse cada vez más al tuyo. Tal vez no teníamos la confianza para aquel acercamiento, tal vez aquello lo complicaría todo. Pero no me importaba. Necesitaba estar más cerca de ti, tocarte el alma. Necesitaba saborear cada uno de los sabores en tu boca, distinguirlos, analizarlos, disfrutarlos. Necesitaba calmar aquel deseo que, a días de hoy, es insaciable, eterno.

Te quería, de alguna manera extraña, pero te quería. Te desaba como nunca había deseado a nadie.
Quería saberlo todo de ti. Quería que nuestros demonios bailarán juntos, que se entendieran, que se ayudarán.

Un año después sigo sintiéndome como el primer día, sigo oliendo a humedad, a Luna roja, a frío, ha colchón perdido, a noche oscura, a calidez magnífica.

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