LUNA

Vivía un leñador en un bosque con la única misión de cortar leña para cuando se acercara el invierno (a quien no le quedaba demasiado). Era un hombre grande, con una espesa barba morena y rizada; igual de espesa que aquel bosque donde vivía. Tenía los ojos verdes como las esmeraldas marinas y la piel pecosa, heredada de su madre.  
                A pesar de vivir en soledad y no molestarle, una noche el leñador, estirado en su cama y mirando la luna desde la claraboya que había construido conjuntamente con la casa de madera con sus propias manos, pensó en lo bonito de poder darle las buenas noches a alguien; las buenas noches, los buenos días y las buenas comidas. Miro lo Luna y su cielo oscuro y como quien tira una moneda en una fuente pidió un deseo, un deseo simple y claro: Alguien a quien desearle las buenas noches. Y cerró los ojos y se dejó llevar por la noche y por sus sueños como un niño pequeño después de un largo día de juego.
                A la mañana siguiente, domingo y con la seguridad de no haber de cortar más leña porque ya había amanecido el invierno, abrió los ojos paciente y poco a poco, y se le fueron todas las legañas matutinas de golpe al ver una mujer al otro lado de la cama. Era una mujer de largos cabellos plateados, con la piel tan blanca que parecía gris y totalmente desnuda, acurrucada en las sabanas como si se alimentara de aquel aroma a noche que deja el edredón cuando nos despertamos, esa calidez que a todos nos gusta. Se quedó inmóvil observándola; sabía que soñaba, no podía ser de otra manera. Era una mujer tan bella que tenía miedo de hacer un movimiento brusco, despertarla y que desapareciera. No reaccionó hasta que la muchacha abrió los ojos con toda la naturalidad del mundo, le sonrió y le dio los buenos días. Tenía los ojos azules con un toque gris en el borde del iris y un movimiento peculiar, tal vez la brisa de la mañana, movía sus pestañas, largas y elegantes.

-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?-preguntó rápido como una locomotora el leñador, quien aún creía estar soñando.
La muchacha sonrió de nuevo y miró el cielo que ahora se bañaba con un manto más claro, con nubes echas de algodón de azúcar y un sol que le daba pinceladas de color a los anchos y altos árboles de afuera, guardianes que protegían la casa.
-Te escuche ayer deseando a alguien a quien darle las buenas noches. Me conmoviste y aquí estoy, para, durante dos días, concederte ese deseo que murmuraste a la noche. Soy un trozo de luna-contesto la joven de ojos grisáceos sin tapujos.
El leñador abrió mucho los ojos, más de lo que lo había hecho antes y luego pensó que, ya que aquello era un sueño, podía simplemente recibir el regalo, sin hacer preguntas, por muy loco que le pareciera todo. Mmmmm…. ¿Se estaría volviendo loco? Y si era así… Menuda locura le había tocado.
                La muchacha se levanto, aún desnuda, y el leñador se incorporó  rápidamente para taparla con una manta. La joven se extrañó y le pregunto por qué la cubría.
-Aquí en la Tierra lo hacemos así. No sé cómo será allí arriba en el cielo en el que vives, pero aquí es como se hace. Las personas nos ponemos ropa.
La chica del cielo se volvió a extrañar, pero sabiendo que su estancia en la Tierra sería corta, decidió aceptar la información del leñador, y una vez cubierta con la manta la muchacha se paseo por la casa asombrada por todos los utensilios predispuestos y expuestos en las estanterías.
                Al tocar la madera de los muebles podía notar que el leñador había dedicado mucho tiempo y cuidado en aquella casa que olía a cálido. Aquella casa estaba hecha con amor. Lo podía notar.  
                El leñador le enseñó el bosque: la resina; la forma de las hojas, algunas puntiagudas y otras más suaves; le enseñó los frutos, comida de los pájaros que le despertaban muchas mañanas. Le mostró el nido de los roedores, tan listos y cuidadosos.

                Le enseñó el lago donde en verano se bañaba y le enseñó el fuego; que seguro que allí en el espació eso no lo había visto. Le mostró lo que se podía hacer con él; y con cada cosa la muchacha de la luna se asombraba más y más. Se fascinó con los olores que producía la comida, con el aroma de aquella colonia que el leñador se ponía, según él, solo en ocasiones especiales; con el sonido de la madera al quemarse o el crujir de la misma al caminar por la casa. Se fascinó con la textura de la tierra fría y mojada contra sus pies, que se metía entre sus dedos y le daba cosquillas. Rieron. Sonrieron. Escucharon música y comieron ricos manjares que el leñador se atrevió a cocinar para su nueva amiga venida del espació. Se convirtió en el mejor domingo que el leñador recordaba. Y por la noche, cuando los dos estuvieron ya cansados se estiraron cada uno en un lado de la cama, mirándose con ternura y agradecimiento, y ambos dijeron: 

-Buenas noches, trocito de luna.
-Buenas noches, leñador.

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