TIERRA QUE ARDE

Como la arena, o como la Luna que se deja acunar por las medias noches, me he liberado como aquel pájaro que antes sólo sabía que gritar socorros sin vocalizar; y con un lápiz en la boca he aprendido a pedir.

Vo-ca-li-zan-do, 
ahora estas lejos y no te echo de menos.

Las marcas en mis huesos se hacen pequeñas pero no se van, no creo que se vayan jamás; pero se lo he dicho a mi madre y se lo he dicho siempre a las almas gemelas que han pasado de puntillas por mi caparazón: está bien.

Me he mecido con la marea y he visto barcos a lo lejos que me susurran deseos extraños, en idiomas que no entiendo, con manos que me agarran del cuello y me llenan de culpa; y me he querido hacer pez para salir nadando y perderme en algunos ojos dormidos, y hacerme polvo en tu cama y orgasmo entre tus dedos; pero todo va muy deprisa y apenas me doy cuenta de que la vida pasa sin mí.

Y se me queda pequeña la paz; no tiene tanta luz como me habían prometido, y no pagué con dinero así que no puedo recuperar lo que perdí. Pero con esta fe me hago grande y no sé de qué está hecha; porque huele a fuego y a lluvia y eso me dijeron que no podía ser. Me hago escarcha entre estos arrecifes de memoria, y todas las almas que me vieron crecer me piden un minuto más de silencio, que en el infierno se está frío; que la soledad es un puñal.

El dolor se hace conmigo brújula sin destino, me pierdo, y en las películas no me dijeron cómo seguir sintiendo placer, que después del beso había géneros varios y una vida completa, pagada, facturada y lista para recoger; pero yo quiero otra cosa. No sé qué. Tal vez esto, desnudarme, y hacerme pequeña una vez más; que inmensa ya me hice al nacer, que en esa piscinita mi madre me llamo artista por primera vez; y yo aún no me la creo pero cada vez estoy más segura de que hay más de una manera de volar desde dentro.

Que el dolor se hace eterno en esta subida, y los veranos se volvían eternos cuando llovía suave; cuando la tormenta se hacía en casa, en esta piel que quemaba, que sigue quemando. En esta piel que me tatúa la carne y me hace mujer. Y no sé por qué mujer... No sé…  pero sí sé música, canción al oído mientras  estudio, que nunca pude vivir en el silencio y en el ruido a la vez, que siempre había temblores y castillos en ruinas.

Vo-ca-li-zan-do 
con el lápiz entre los dientes, y apretando la almohada para no llorar. Apretando la almohada para no llorar…

Nací a las siete y veinte y cinco de la tarde, en enero. De noche. Empape a mi hermana de lágrimas y a mi padre de ser el segundo en arroparme entre sus brazos. Cubrí el silencio con gritos y la primera palabra que aprendí fue mi propio nombre. La segunda: “No”. Nací desnuda entre agua tibia; y me desnudo ahora, en parte, para volver a nacer, entre tierra que arde. 




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