NO NOS ENSEÑAN A MORIR

Cada vez estoy más segura de que la vida duele más que la muerte. 
Se me encoge el pecho, y siento un dolor que no me corresponde pero por alguna razón la garganta me chilla y las lágrimas me piden marea, y llamar a mi madre. Y es que he pensando en los que se quedan cuando alguien se va, en los que se quedan con los recuerdos, con la ropa en los armarios, con las colonias o perfumes a media botella; he pensando en los que tienen que convivir con habitaciones vacías al otro lado del pasillo, o los que se quedan con la memoria de una canción, una película, una fotografía, un restaurante, unas sabanas frías... 

Y no tenemos tiempo, no tenemos días libres, ni prometida jubilación en esta vida lineal que nos venden y que tan fácilmente compramos. Es todo mentira, porque un día te despiertas y ya no eres tu, y los demás dejan de ser ellos; y si un día desapareces, dejas a todos pensando en todo lo que podrían estar haciendo y  que no hacen, en todas las luchas que podrían quedar aparcadas durante unos minutos para irse a ver el mar, y sentirse sirenas; en todas las veces que vimos luz y nos quedamos en lo seguro. 

Cada vez estoy más segura de que estoy jugando en un teatro, y de que acepto los roles que me dictan, ya sea en dócil acuerdo o en dócil rebelión. Me creo tormenta pero soy un pez en una pecera; y yo misma me he metido ahí dentro. Veo a otros peces nadando en círculos y cada vez estoy más segura de lo que mi madre me dijo una vez: "No nos enseñan a morir". 


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