EN AQUELLA CASA

De más pequeña, cuando vivíamos en el pueblo, me gustaba estar en el baño estirada sobre una toalla en el suelo, y me ponía el pequeño calefactor que había muy cerca, dándome calor en invierno. Sara me avisaba de lo mucho que costaría eso a fin de mes, pero no dejé de hacerlo hasta que nos mudamos. 
Hay objectos que nos devuelven memoria, o nos recuerdan a gente; como el secador de mi hermana, que hoy por hoy sigue teniendo un olor muy particular y único y que cuando lo huelo me transporta a aquellos años en los que convivimos. Nuestras habitaciones estaban separadas por un minúsculo patio interior en que solo había una planta muy alta que tenia como objetivo darnos intimidad. Recuerdo que al principio, cuando Sara llegó de Colombia para estudiar, no acababa de entender quien era aquella chica, o por lo menos, todavía tenía que entender quien era y porque empezaba a vivir con nosotras. Aún así, no recuerdo un tiempo en el que no estuviera viviendo en el pueblo con nosotras. Y es por eso que me pasaba el día espiándola de ventana a ventana, fascinada por como estudiaba, de como se arreglaba, de como hablaba por teléfono con sus amigas. 

En esa casa del pueblo mi madre se convirtió en mi madre, por todas las tardes haciendo galletas, por todos los cuentos y por todas las noches que me tapaba los oídos para poder dormir, y se acababa durmiendo ella antes. Por todas las veces que subía a su habitación de noche por haber tenido una pesadilla, y por todas las veces que hicimos la croqueta abrazadas en su cama; en aquella habitación tan húmeda en la que prefería estar ella pasando frío que dejarnos a nosotras sin estufa. En aquella casa entraron miles de murcielagos y una serpiente que nos puso a mi hermana y a mi locas escondidas detrás de la puerta que daba al salón. 
En el patio trasero, donde estaba la piscina hinchable y una pequeña mesa en la que no recuerdo haber comido nunca, mi madre y yo rompimos platos viejos para descargar mala vibra. Ahí mi madre se convirtió en mi madre, y ahí mi hermana se convirtió en mi hermana; por todas las peleas en las que parecíamos odiarnos a muerte, por todas las veces que mi hermana parecía mi madre; por todas las horas que le metía a sacarse la carrera y por todas las horas en las que se pasaba trabajando, y en la que entre horas libres conoció a Carlos. En aquella casa ese chico de veinte pico años se convirtió en familia. 

En aquella casa con goteras donde mi madre hacía masajes, donde nacieron muchos gatitos y donde se declaró el viernes como día de pizza o pasta, o cosas ricas. En aquella casa donde mi primo y yo nos pasábamos juguetes de balcón a balcón, e hice miles de gincanas en la calle por mi cumpleaños Aquella casa, que se ha convertido ahora en recuerdo, me desgarra el alma con una ternura infinita; porque en aquella casa mi madre se convirtió en mi madre y mi hermana se convirtió en mi hermana, y en aquella casa yo empecé a convertirme en lo que todavía estoy descubriendo. Algo tienen los pueblos; algo tienen las casas antiguas de pasillos estrechos, y algo tuvimos nosotras que seguimos teniendo. 







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