TREGUA

Me pasa a menudo que la piel y la carne se me hacen ajenas. Se crea una brecha de todo lo que puedo hacer y todo lo que no quiero hacer por miedo a fallar, y se hace inmensa la caída cuando veo que todo está en mi cabeza; que todos los miedos se hacen bola y al final, como la nieve que llega en silencio, acabo como cuando era pequeña y quería calma: tendida en el suelo del baño, sobre una toalla, la puerta cerrada y el pequeño calefactor que siempre olía a quemado muy cerca; dejando a las polillas que me devoraran entera. Me regodeo en mi cielo melancólico y tengo que respirar hondo para salir de la cueva. Y quien no se ha rendido jamás a la idea de la cueva no llega a entenderlo nunca; el placer que da desaparecer, dejarse caer, desvanecerse. 

A veces, cuando estoy ahí dentro entre la humedad y la oscuridad autoimpuesto, me veo incapaz de dejar ir la soga que me aprieta el cuello y me deja sin aire más de lo que me gustaría, dejándome inmóvil e inútil. 

A veces, cuando estoy ahí dentro, mientras me hago parte del suelo, recuerdo que hay que darse un poco de tregua; mimarse y dejarse mimar por gente que sabe querer bien. Darse un poco de tregua y tirarse a la piscina, y ser egoísta y velar por una misma. Darse un poco de tregua; dejarse emocionar, dejarse vivir y dejarnos de ostias.


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