CUÑADO

Mi cuñado llegó a nuestras vidas y se convirtió en la cuarta pata que le faltaba a nuestra mesa. Me conoció con cinco años, cuando me era imposible desprenderme de mi vestido de princesa color rosa y tenía una actitud desafiante con todo el que se me pusiera por delante. 

Se convirtió en comidas cada sábado y en el refugio de mi hermana en el que se podía sentir a salvo después de haber tenido un pie en la incertidumbre durante mucho tiempo. Mi cuñado fue, es, y será hasta que tenga que ser, el hombre que nunca hubo en la familia. Su rol, lejos de autoritario, consistía en estar presente, estar sin hacer ruido, y, entre otras cosas, cocinarnos rico cuando íbamos de visita con mi madre. 

Llegó a una familia un tanto rota, torcida y apurada. Llegó y se convirtió en un brazo en el que apoyarse, en el que confiar y en el que compartir silencio. Se convirtió para mí en una figura siempre presente, a la que tuve que aprender a descifrar y entender. Se convirtió en familia incondicional. Se convirtió en padre, en pilar imprescindible. Se convirtió en amigo.  

Creo que mi cuñado, al llegar a nosotras, supo que debía quedarse para cuidarnos y para dejarse cuidar.


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